MÁLAGA

UBICADO EN EL PALACIO DE VILLALÓN DEL SIGLO XVI


Este prestigioso museo está albergado en el antiguo palacio de Villalón (también conocido como palacio Mosquera), casa noble construida a mediados del siglo XVI por una poderosa familia local. Estilísticamente el edificio se sitúa entre el manierismo tardío y el protobarroco malagueño, utilizando elementos moriscos, como por ejemplo las yeserías y ventanas mudéjares, hoy desaparecidas. La casa sufrió grandes reformas en el siglo XVII y, más recientemente, a principios del XXI cuando se hicieron obras de reconstrucción y acondicionamiento para convertirla en museo.

En su interior destaca un patio porticado de dos plantas y las esplendidas techumbres mudéjares del siglo XVI que vemos en la escalera y el salón noble o principal, sin olvidar los restos romanos del siglo III d.C. encontrados en los sótanos y que de momento no son visitables, formados por construcciones para salazones, parte de una necrópolis y restos domésticos, entre los que destaca un ninfeo con pinturas.

La exposición permanente del Museo Carmen Thyssen Málaga está compuesta por obras de la pintura española desde el siglo XIX, con especial atención a la pintura andaluza. Para ello, se ha marcado un recorrido en cuatro espacios temáticos repartidos en tres pisos. Empezamos la visita en la planta baja, en el apartado titulado “Paisaje romántico y Costumbrismo”, en el cual se aborda los dos principales temas preferidos por los pintores románticos españoles a lo largo de la primera mitad del siglo XIX. Y es que fueron los viajeros románticos extranjeros que visitaron España en el siglo XVIII, quienes determinaron la visión del país, el paisaje monumental y natural y las costumbres tradicionales que ellos veían desde la fascinación por lo exótico y lo desconocido, transmitiéndosela a los artistas locales deseosos de buscar una identidad propia, determinando así la evolución de ambos géneros.

Por tanto, se extendió la idea de una Andalucía folklórica y estereotipada, abundando escenas de baile, toros, bandoleros, rincones andaluces, procesiones, arquitectura morisca, etc. Estas obras pictóricas eran en general de un tamaño pequeño no sólo para que aquellos primeros visitantes pudieran comprarlos y llevárselos a su país, contribuyendo así a dar a conocer Andalucía y, por extensión, España, sino también porque comenzó a surgir una nueva clase media que podía adquirir esas pinturas que, por primera vez, trataban temas apartados del arte religioso, además de imponerse en calidad y cantidad. Eso provocó que durante el siglo XIX cambiase definitivamente el perfil del comprador que adquiría arte, lo que obligó a secularizar los temas representados en las pinturas. A continuación vamos a comentar algunas obras de las expuestas en esta sección.

Empezamos por el lienzo titulado “Emboscada a unos bandoleros en la cueva del Gato”, obra realizada por Manuel Barrón y Carrillo en el 1869. El tema de las cuevas naturales tuvo especial atracción para los paisajistas románticos europeos y españoles de la época por su misterio y naturaleza sobrecogedora. Esa cueva se encuentra en la serranía de Ronda, muy cerca de Benaoján, siendo uno de los escondites que más utilizaron bandoleros y contrabandistas durante el siglo XIX. En la escena vemos un grupo de bandoleros que hacen frente a la emboscada de unos los guardias civiles. Dentro de la caverna vemos un bandido herido sobre la roca y una madre que protege a su hijo que llora, mientras suplica el cese del fuego. Barrón pintó a lo largo de su vida numerosos paisajes de la ciudad de Ronda y sus alrededores, pero la Cueva del Gato fue su predilecto al pintarla en varios cuadros. El más famoso de ellos, que presenta extremas similitudes con el que vemos aquí, es el datado en 1860 y se expone hoy en el museo de Bellas Artes de Sevilla.

La obra “La capilla de los Benavente en Medina de Rioseco” fue pintada en 1842 por Genaro Pérez Villaamil, uno de los maestros de la época en representar interiores monumentales, muy al gusto de los pintores románticos europeos quienes abogaban por la recuperación de los testimonios monumentales, aunque no objetivamente, sino más bien aumentado sus proporciones, su cromatismo y recargando su decoración llegando incluso a hacerlos irreconocibles. Ese es el caso de la pintura que vemos aquí, en el que se representa una vista de la capilla de los Benavente de la iglesia de santa María de Mediavilla en Medina de Rioseco (Valladolid) del siglo XVI. Villaamil interpretó el espacio con su particular fantasía, dándole las características comentadas anteriormente, utilizando para ellos una técnica consistente en el aplicado de grumos para sugerir los relieves y sombreados con barniz coloreado en la zona de los arcos sepulcrales para matizar la progresión luminosa, consiguiendo así ambientar espléndidamente el interior de la capilla, en la que también representó a varios grupos de lugareños, que ponen el detalle pintoresco a la escena.

Por su parte “En la Romería de Torrijos” del año 1883, realizada por Manuel Cabral Aguado Bejaran en su último periodo pictórico, se representa a los romeros que están peregrinando desde Valencina y otras localidades hasta la ermita donde se encuentra el Santo Cristo de Torrijos, situada junto a la carretera que va de Valencina a Salteras, en Sevilla. En esta obra el artista busca unir el cromatismo con las actitudes de los personajes, como así ocurre en numerosas escenas que se distribuyen alrededor de dos parejas que bailan al son de la guitarra, pandereta y castañuelas (era tradicional que los hombres arrojaran su sombrero a los pies de las mujeres con las que querían bailar, como lo debió hacer el chico del centro que no lo lleva y, sin embargo, vemos su sombrero en el suelo). Bejaran buscó gran variedad de personajes: jinetes, una madre que amamanta a su hijo, campesinos, dos guardias civiles, una gitana y numerosos jóvenes de ambos sexos. Las figuras femeninas destacan por sus ricos vestidos de faralaes y mantones de Manila, cuya variedad de colores dan idea de las calidades de las diferentes telas.

A continuación, vamos a comentar dos obras del pintor francés Alfred Dehodencq, encargadas por los duques de Montpensier, Antonio de Orleans y Luisa Fernanda de Borbón, hermana de la reina de España, Isabel II: “Una cofradía pasando por la calle Génova, Sevilla” y “Un baile de gitanos en los jardines del Alcázar, delante del pabellón de Carlos V”. Ambas obras decoraban el Salón Cuadrado del palacio de San Telmo de Sevilla, por aquel entonces la residencia los duques de Montpensier, desde donde actuaron como verdaderos mecenas de gran cantidad de pintores románticos andaluces, pero sobre todo de artistas de Francia, dado el origen francés del duque, quienes venían atraídos por el tipismo romántico español de los paisajes, las ciudades y la gente de Andalucía. Bajo ese contexto llegó Alfred Dehodencq en noviembre de 1850 a Sevilla y enseguida entró al servicio del duque de Montpensier, quien le mandó realizar, como primer encargo, dos cuadros que pondrían de manifiesto el aspecto religioso y el voluptuoso de España.

El artista materializó ambas premisas en las dos manifestaciones populares más genuinas y típicas del carácter andaluz: la Semana Santa y el baile flamenco, aparentemente antagónicas pero en verdad son complementarias. Estos dos lienzos son, sin duda, el testimonio más relevante de la producción española de Dehodencq. En el primero vemos una procesión donde la gente se agolpa a ambos lados de la calle, en cuyo primer término se encuentran sentadas las damas principales, tras las cuales se sitúan unos distintivos caballeros de pie. Desfilando vemos dos hileras de nazarenos que escoltan el paso del Cristo crucificado, seguido de lejos por una Virgen Dolorosa. El contrapunto a esta obra lo pone el segundo cuadro, en cuyo caso Dehodencq muestra una animada juerga flamenca de un grupo de gitanos, ante el pabellón de Carlos V de los Reales Alcázares de Sevilla. Ambos cuadros constituyen el contraste entre la alegría festiva del baile, con mucho color y luz, frente al recogimiento del fervor frente al paso de la procesión, reforzado por el dominio de los negros. Estos extremos a los ojos de un extranjero eran los aspectos más exóticos, profundos y ancestrales del típico carácter español.

En ese carácter andaluz, según los románticos, también se encontraba la violenta y vehemente naturaleza española, que pasaba en apenas unos segundos de estar alegre en una juerga a estar muy violento. Esto es precisamente lo que refleja el cuadro “La Reyerta”, pintado por el sevillano Manuel Cabral Aguado Bejarano en 1850, en el que vemos el interior de una venta donde tiene lugar una pelea por parte de numerosos personajes. Vemos momentos de violencia, como la del hombre que mantiene su brazo izquierdo envuelto en una prenda, mientras que en la mano derecha tiene una faca o cuchillo, o la del hombre que levanta su guitarra para estrellarla contra la cabeza del que está en el suelo, o la de la primera victima de gravedad que se encuentra tirado en el suelo, mientras que un caballero huye escaleras arriba, abandonando a quien parece su acompañante. Se trata seguramente del compañero del cuadro expuesto al lado “Un borracho en un mesón”, por las similitudes que presentan, siendo ambas pinturas de los ejemplos más tempranos de composición de cierta envergadura en la producción de este pintor.

Durante el siglo XIX las escenas taurinas tuvieron su mayor proliferación artísticas, apareciendo pronto episodios por separado de los toreros o de las reses bravas sacadas fuera de su contexto, como interrumpir una situación amena o de entretenimiento, siempre aparejada a la imagen de un hombre valiente que hará de torero improvisado, jugándose la vida mientras que el resto de personas se ponen a salvo, como así ocurre en la pintura “Banquete interrumpido” de Juan José Gárate Clavero, quien tuvo especial cuidado con la iluminación y las texturas. En esa obra vemos el momento en que un toro asalta un banquete que tiene lugar a finales del siglo XVIII en una hostería, por lo que la escena está llena de desastres y sobre todo situaciones cómicas: los aterrorizados asistentes corren hasta el punto de perder sus zapatos y sombreros, algunos se caen al suelo, un personaje intenta esconderse debajo de la mesa, otros hombres corren con mujeres desmayadas en sus brazos, etc. Este interés narrativo nítidamente plasmado está contrastado con la silueta ensombrecida del toro que aparece a través del arco, al cual intenta detener un muchacho con clara figura torera, tirándole uno de los bancos.

Por su parte la pintura “Cortejo español”, realizado por José García Ramos durante una breve estancia en Granada en 1883, es probablemente una de las escenas costumbristas de ambientación andaluza más famosas de este artista que insiste en el folclorismo típico, muy apreciado por la clientela de su época. En “Cortejo español” o “Pelando la pava”, como se le ha llamado en alguna ocasión, haciendo referencia a una expresión andaluza que alude al recatado cortejo de las parejas durante su noviazgo, vemos a un mozo vestido con sus mejores galas y subido a un caballo escuchando a su amada a través de una reja de hierro, mientras que detrás un grupo de tres mujeres con sonrisa burlona sorprenden a la pareja. Una de ellas se quita la sombrilla y se hace sombra con el abanico para ver la escena, otra se coloca mejor las flores de su cabeza, mientras que la tercera toca una pandereta. Detrás de ellas vemos un paisaje que se ha relacionado con el barrio del Albaicín de Granada. Sin duda, el artista muestra aquí su habilidad en la distribución de los espacios de la composición, al situar los distintos puntos de atención en tres planos diferentes, sugiriendo la profundidad de la calle, y su depurada técnica consiguiendo, gracias al dominio del color y la luz, efectos tan bellos como el rostro en penumbra de la mujer que se protege del sol con el abanico, los brillos del raso de la sombrilla o los lunares del vestido de la mujer que toca la pandereta. Las casas y árboles del fondo también muestran las dotes de García Ramos para los paisajes urbanos, que pintó en varias ocasiones.

Durante el siglo XIX también fue una constante para los artistas románticos la exaltación de la maja como prototipo femenino castizo, marcado por la impronta de Goya. Un ejemplo de ello es “La maja del perrito” pintada por Eugenio Lucas Velázquez en 1865, el más fiel intérprete en el romanticismo español del universo estético goyesco, en cuyas obras son frecuentes las representaciones de majas, siendo la que aquí vemos la más atrevida y espectacular del artista, y cuya composición es más cercano al modelo de la Maja vestida. En ella aparece una maja joven que se encuentra recostada en una peña y acompañada de un perrito. Posee un gesto sereno y una actitud exuberante, desde el llamativo peinado cardado de su cabello negro (muy de moda en los años 1785-1790 entre las damas de cierta clase), hasta el generoso escote, evidente sensualidad que también encontramos en la flor en la mano y la postura de las piernas, ya que es una sugerencia erótica al espectador, elegante coqueteo que le dio a este tipo de obras gran éxito entre la clientela de su tiempo. Gracias a la pericia del pintor que consigue plasmar el brillo y la suavidad de la ropa, se puede deducir que viste prendas de seda. Por otro lado, es muy curioso que este personaje urbano se encuentre en un ámbito rural, ya que, por su carácter erótico, suele encontrarse en la penumbra del interior de una estancia.

Al lado se encuentra expuesto otro cuadro de Eugenio Lucas Velázquez titulado “El Rosario de la Aurora” del año 1860. En esta obra el artista representó el momento en que dos cofradías, que procesionan casi al amanecer en la celebración del Rosario de la Aurora (tan arraigado entre los fieles de entonces), se encuentran en el camino por lo que luchan ferozmente, hasta llegar a la sangre, para decidir quien pasa primero, de ahí provine el dicho popular español para referirse que una riña puede llegar a mayores males. En la escena, los ciriales, los estandartes y los faroles son utilizados como armas, además el pintor utilizó colores pardos y oscuros, salpicados de grises y blancos, para resaltar la enérgica violencia de este episodio. No se sabe si ocurrió de verdad o si es una exageración, pero Lucas Velázquez lo utiliza para criticar la sociedad española del siglo XIX, estrecha de miras y llena de prejuicios y supersticiones, que acudían a la violencia con demasiada facilidad. En esta obra pictórica también vemos que el artista siguió las pautas marcadas por Goya, como demuestra el empleo del pincel empastado con fuerza y vigor lleno de sombras.

Por su parte, la obra titulada la “Fuente de Reding” pintada por Guillermo Gómez Gil a finales del siglo XIX, es todo un fotograma congelado del pasado, puesto que este pintor consiguió retratar el entorno antes de que cambiara cuando, dentro del contexto de mejoras urbanísticas de expansión de la ciudad, se creara una plaza y se instalaran farolas. Y es que cuando la obra fue pintada, la fuente se encontraba en la entrada de Málaga, en el camino de Vélez, la cual fue construida en el año 1675 para mejorar el abastecimiento de agua en Málaga, aunque su nombre hace referencia a Teodoro Reding, el general suizo al servicio de España que fue corregidor de dicha cuidad cuando la fuente fue restaurada a principios de siglo XIX. Con este cuadro pintado durante su juventud, Gómez Gil hizo una obra típica del costumbrismo mas tradicional, en la que aparece todas sus características: por un lado, un paisaje urbano muy peculiar, y por otro, los personajes populares, como el jinete y la aguadora, realizando tareas cotidianas, como es el simple hecho de llenar sus cántaros o dar de beber a los animales.

Y hablando de escenas costumbristas, la obra “Regreso al convento” de 1868 es una típica del pintor bilbaíno Eduardo Zamacois y Zabala, en la que describe de manera cómica el momento en que unos franciscanos regresan al convento tras haber ido al mercado del pueblo. Su realización coincide con el primer viaje del pintor a Roma, donde se alojó en el estudio de su amigo Mariano Fortuny. El punto de atención de la pintura lo constituye un monje que intenta dominar al burro que ha tirado toda la carga que tenía en su lomo por el suelo, mientras que toda la escena es observada por el resto de monjes, situados en el umbral de una edificación monacal con una rica decoración mural, que se ríen de la situación. Zamacois consigue darle, además de una vis cómica, naturalismo a su pintura mediante el retrato y ademanes de las personas que aparecen en ella, y por supuesto mediante la textura conseguida en los diferentes materiales que están en el suelo: cerámicas, cristales y metales. Aunque, en comparación con sus contemporáneos, carezca de riqueza cromática y brillo, domina los tonos sordos, ocres y negro, lo que hace que las gamas sean muy vivos solo en los detalles de los objetos.

Tras este repaso rápido a sólo unas pocas obras de este departamento, nos disponemos ya a ascender al primer piso que acoge dos secciones “Maestros antiguos” y “Preciosismo y pintura naturalista”. Aquella primera y pequeña sala, como su nombre indica, está dedicada a los maestros antiguos que, aunque rompen el discurso general del museo, ofrecen una pequeña muestra de arte de piezas españolas de entre los siglos XIII y XVIII. Aquí se exponen bodegones y pinturas religiosa que cuentan la evolución del arte barroco, desde los contrastes entre luces y sombras del siglo XVII a la suavidad de las formas en el XVIII. Aquella evolución iba cogida de la mano de la del modo de pensar, vivir y sentir de las personas de aquella época, de hecho, el rigor eclesiástico en las representaciones artísticas comenzó a flexibilizarse a partir del 1700, con la llegada de los Borbones. Entre las obras podemos ver la titulada “Santa Marina” (1640-1650) de Francisco de Zurbarán, uno de los artistas más destacados del barroco español. Podría representar el retrato de una mujer noble, pero el título nos da la pista de que en verdad se trata de una santa, a pesar de estar exenta de otros elementos religiosos. Zurbarán emplea un gran contraste de luz y sombra, resaltando la presencia de la mujer, además de recrearse en las texturas del vestido para evocar los tejidos reales.

En la pared derecha se exhiben unos lienzos, todos ellos pintados por Jerónimo Ezquerra, quien se formó en el ambiente pictórico madrileño del reinado de Carlos II: “La Visitación”, “La Adoración de los Reyes Magos”, “La huida a Egipto” y “La Trinidad en la Tierra”, que debieron de formar parte de una serie de doce pinturas de algún oratorio privado, en las que se ilustraban los gozos de María. Los ciclos sobre la vida de la Virgen fueron muy recurrentes en la pintura española del siglo XVII. Las que aquí vemos, relacionadas con la escuela madrileña, son un buen ejemplo del estilo imperante durante los primeros años del siglo XVIII, cuando todavía estaba vigente el carácter decorativo, unido con el dinamismo del barroco pleno, aunque ya se mostraba de forma evidente una nueva sensibilidad estética, en el que se comenzaron a representar figuras más pequeñas y frágiles y un lenguaje más delicado, preámbulo del gusto rococó que vendría posteriormente. También es importante resaltar un detalle iconográfico: en todas las escenas la Virgen cuenta con un nimbo formado por doce estrellas de la visión de san Juan en el Apocalipsis, como si de una Inmaculada se tratase, sin embargo, el resto de personajes siguen teniendo los nimbos habituales.

Entramos en la sección llamada “Preciosismo y pintura naturalista”, en la que vamos a comentar también algunas de las obras expuestas. En esa sala se exponen las pinturas realizadas en la segunda mitad del siglo XIX: en aquel tiempo aún seguían en auge los temas cotidianos y el paisaje, aunque los pintores románticos sí cambiaron la forma en que los representaban. De esta manera los artistas españoles crearon pinturas más coloristas, más libres y espontaneas, llegando a alcanzar una calidad técnica muy alta. En aquella época los pintores buscaban, sobre todo en el caso de paisajes, tener la naturaleza como modelo directo, de tal manera que la pintura al aire libre y el realismo modernizaron el arte español. Comenzamos el recorrido con la obra “Corrida de toros. Picador herido” realizada en 1867 por Mariano Fortuny i Marsal, autor que influyó en muchos artistas, en cuanto al nivel de detalles y preciosismo.

Centrándonos en el cuadro, representa el transcurso de una corrida de toros, en la cual se ha producido la cogida de un picador que es asistido por dos subalternos que lo llevan en brazos, mientras que en el otro extremo el toro embiste al caballo de otro picador, el cual es ayudado por otros tres diestros que se apresuran a llamar la atención del toro para separarlo de él. La obra atestigua la afición de Fortuny por ese tipo de eventos, de los que estaba muy impresionado por la mezcla de color y drama ritual, valores plásticos que plasmó en sus manifestaciones más pintorescas, consiguiendo llamar la atención de artistas extranjeros de su tiempo, como Manet. En este tipo de obras el artista desarrolla un lenguaje plástico, íntimo y directo (cuyo máximo exponente es el cuadro que vemos), logrando así que su expresión pictórica sobrepase las conquistas impresionistas, de máxima vanguardia en esos años, para alcanzar los límites de la abstracción. Además de captar un agudo sentido del movimiento y dramatismo, en la pintura observamos elementos curiosos, por ejemplo, un torero situado a la derecha que se encuentra subido en el bordillo de la barrera, pero que en principio Fortuny lo colocó en el centro (es fácilmente apreciable el contorno), o las patas ocultas del caballo por una nube de polvo, en realidad cubierto para tapar anteriores arrepentimientos.

Seguimos avanzando y vemos ahora la obra “El carnaval de Roma” pintada en 1881 por el valenciano José Benlliure Gil. En este cuadro vemos una escena del carnaval romano, en el que perviven las antiguas tradiciones carnavalescas que tiene lugar en un balcón engalanado de un palacio, probablemente uno situado en la via del Corso. Aquí varias personas disfrutan de lo que está ocurriendo en la calle: a la izquierda vemos una mujer que mediante una cuerda baja un canastillo con flores, a su lado otra mujer sujeta otro cesto de flores, mientras que a su espalda un hombre está disfrazado de brujo; el centro de la escena está dominada por dos mujeres que se encuentran acompañadas por otros personajes, como el que está disfrazado de mosquetero. Finalmente, la derecha de la composición se sitúan unos niños que lanzan flores y panfletos, algunos de los cuales tienen la palabra “carnevale”, mientras una mujer vestida de blanco parece haber lanzado un ramo de flores, mientras sujeta otro con la otra mano. El cuadro se sitúa en la época romana de Benlliure, ciudad a donde llegó en 1878, pasando allí gran parte de su vida, impregnándose de la corriente artística de los macchiaioli (término que significa manchistas, acuñado en 1862 para definir a un grupo de pintores que se oponían al academicismo, apostando por una pintura a base de manchas de color).

Del mismo movimiento bebió Ignacio Pinazo que, aunque de familia de artesanos, se costeó el mismo un viaje a Italia donde estuvo en contacto con aquel movimiento artístico de los macchiaioli. En su obra “Los Mayos”, de finales del siglo XIX, Pinazo representó una escena en la que vemos a una muchacha que se asoma a la puerta de una barraca, tras llamar su atención una sencilla canción. En el suelo un joven ha depositado un ramo de flores, el cual no puede evitar esconderse furtivamente entre las adelfas para ver a su amada. Probablemente este tipo de situaciones fueron comunes en la huerta valenciana del siglo XIX, ya que representa la costumbre de los jóvenes de acudir a las casas de las novias al alba para cantales las tradicionales albaes. El artista plasma en esta obra la débil luz del amanecer, cuando las siluetas quedan sin definir y los perfiles se igualan, mostrando los colores típicos de este momento del día. Por otra parte, la temática costumbrista de esta pintura está ensalzada por la vestimenta de los personajes, consistentes en el traje tradicional huertano y por la casa, en cuyo interior podemos ver la tradicional alacena para almacenar la vajilla.

La pintura “Salida de un baile de máscaras” fue realizado en 1905 por José García Ramos, siendo uno de sus mejores trabajos de su última etapa. En aquellos años el pintor sevillano decidió tratar el lujo y ostentación de una parte de la sociedad que vivía en grandes ciudades europeas durante la Belle Epoque. La intención del artista era abandonar los temas carentes de demanda e introducir sus obras en el mercado internacional. En este cuadro podemos apreciar el refinamiento técnico de García Ramos, cuidando al máximo los colores, los brillos y una composición equilibrada. En ella representó el momento en que la gente sale de un edificio donde había un baile y concurso de máscaras. En el centro vemos una mujer disfrazada que apenas se mantiene en pie, quizás por el alcohol consumido. A la izquierda un caballero agarra por la muñeca a una mujer, quizás su esposa que mira al espectador, mientras que con la otra mano el hombre alcanza a una joven disfrazada. El artista no olvida representar a las clases más desfavorecidas, como el jovenzuelo con un cigarrillo en la boca, pintado con gran realismo, que espera abrir la puerta de los carruajes a cambio de una propina, o el propio portero con uniforme que mira nervioso, tras del cual vemos una de las más interesantes figuras de la composición: un cochero anciano que sostiene un caballo, mientras grita su presencia a los posibles clientes.

Al lado se encuentra el óleo sobre lienzo “Travesuras de la modelo”, pintado en 1885 por Raimundo de Madrazo y Garreta, en el que vemos a su modelo favorita, Aline Masson, a la que representó en diversas poses, vestimentas y actitudes, tanto sola como acompañada con otros personajes. En esta ocasión la vemos en el estudio del pintor que, durante el descanso de una sesión de pose, se ha aproximado al lienzo para ver cómo va su propia figura, animándose a pintar también, a modo de monigote, al propio pintor, a quien parece que mira como modelo de su obra (recurso, por otro lado, muy utilizado en la pintura barroca, al hacer también protagonista a alguien que se encuentra fuera del campo de visión de la escena representada). Se trata de una pintura divertida que, a pesar del argumento liviano, es un claro ejemplo de las cualidades de Madrazo para representar el cuerpo femenino, tanto en el plano sensual, como en las tonalidades de piel, sin olvidar la gran capacidad que tenía para reproducir las calidades de las telas y joyas, cualidades que le dieron fama entre la alta sociedad de Paris en su tiempo, ciudad donde estableció su residencia.

En la pared transversal vemos el óleo sobre lienzo titulado “Ca d'Oro” pintado en 1897 por José Moreno Carbonero, probablemente durante su visita a Venecia en aquel año. Se trata de un testimonio de la faceta vedutista (género muy típico del Settecento italiano, enmarcado dentro del paisajismo, sobre todo de Venecia) de este artista, cuya impronta la adquirió de Martín Rico, gran maestro de vistas venecianas en la pintura española del siglo XIX. Aquí representó Ca d’Oro, el palacio gótico construido por Raventi entre 1422 y 1440 en el Gran Canal. Carbonero consigue plasmar la antigüedad del edificio destacando los viejos y descoloridos muros, al mismo tiempo que resalta las frágiles arquerías gracias al dominio de los juegos luminosos, mediante fuertes contraluces y sombras. Además, añadió otros elementos que dan vida al edificio, de clara influencia del paisajista Rico, como los diferentes personajes y la pequeña bandada de palomas que se dirigen a beber agua del mismo canal.

Anteriormente hemos mencionado a Martín Rico Ortega, precisamente él es el autor de la cercana obra pictórica titulada “Río San Lorenzo con el campanario San Giorgio dei Greci, Venecia” del año 1900, en la que representó uno de los canales de la popular ciudad italiana. En la pintura se identifica el campanario de la iglesia de San Giorgio dei Greci, mientras que la gente pasea por la calle en primer término, la cual está flaqueada por toldos para protegerse del sol, bajo los cuales se puede apreciar un pequeño puesto y un merendero. En el mismo canal vemos varias góndolas, una de las cuales navega plácidamente. Rico, tras su primer viaje a Italia en 1872, quedó totalmente seducido por la ciudad de Venecia, donde pasaría largas temporadas hasta su fallecimiento allí en 1908. Durante aquellos años, sus canales, calles y monumentos fueron los protagonistas de sus obras paisajísticas, alcanzando pronto una alta cotización en los mercados de arte internacionales, debido a la alta demanda de la alta burguesía. Y es que Rico estaba atento a los detalles más pequeños de las arquitecturas y personajes de sus obras, capacidad aprendida de su amigo Mariano Fortuny. Sin embargo, en esta obra, que pertenece a su última etapa cuando ya era un consagrado pintor con un estilo muy personal, se observa su deseo de evolución artística, al aplicar una tímida influencia del impresionismo.

Al otro lado de la sala vemos dos obras de Eugenio Lucas Villaamil, en las que representó dos escenas de “casacón”, ambientadas en recargados salones palaciegos rococó. Entre ambos, en el centro, se sitúa la pintura titulada “El Galán del Sarao” de Eduardo León Garrido, título irónico que hace referencia al único hombre que danza con unas mujeres que forman un corro mientras se toman de la mano. Decimos que es irónico porque el pintor le pone un título con doble sentido, ya que menciona al caballero que es representado como un petimetre, es decir un joven amanerado y pretencioso que se preocupa mucho de su vestimenta. Esta escena de baile, que tiene lugar en un ambiente rococó, está datada en la década de 1880, con una temática que Garrido trató en muchas ocasiones, como por ejemplo en “Baile de máscaras” o “La lección de baile”: aquella primera es bastante parecida a la obra que nos ocupa ahora, mientras que en la segunda representó de nuevo el mismo tipo de figura masculina, en ese caso un profesor de baile. En esta pintura el artista utiliza una gama de color de tonalidades frías, pero suntuosas gracias al drapeado con el color salmón, amarillo y dorado, así como azules luminosos que junto con el blanco y el gris consigue un conjunto cromático con brillos y reflejos característicos del rococó.

A partir de aquí vemos una serie de pintura de paisajes con sus naturalezas y sus marinas realistas y naturales. Carlos de Haes, pintor belga que creció y trabajó en España, fue uno de los máximos representantes del paisaje naturalista, al ser el artífice de su renovación. Fue catedrático de paisaje en la Academia de Bellas Artes de san Fernando de Madrid, inculcando su influencia en muchos pintores en formación, incluso surgió una escuela malagueña de marinistas con representantes como Verdugo Landi, Emilio Ocón, etc. En la exposición vemos diferentes obras de Haes, pero nos vamos a detener en la titulada “Paisaje de montaña” (1872-1875) porque constituye la esencia del paisaje naturalista español del siglo XIX, ya que, como si de un fotograma se tratase, refleja un lugar y momento concreto e irrepetible plasmado al aire libre, única manera de pintar ese instante irrepetible, para reproducir así los colores y efectos lumínicos que veían directamente en la naturaleza, desterrando así las idealizaciones y los tópicos. Haes solía ir con sus alumnos a pintar a los alrededores de Madrid, incluso viajaban para tal fin a otros paisajes de España y Europa. Este método necesitó de soportes pequeños y ligeros para ser transportados al lugar deseado. De esta manera revolucionó el paisajismo español, que por aquel entonces se encontraba estancado en las obras realizadas en el interior de los estudios.

Discípulo de Carlos de Haes fue Emilio Sánchez-Perrier, de quien se expone la obra “Invierno en Andalucía (Bosque de álamos con rebaño en Alcalá de Guadaíra)” (1880), en la que plasmó las enseñanzas de aquél. Sánchez Perrier tuvo predilección por mostrar los efectos del paso del tiempo y las estaciones sobre el propio paisaje, claro ejemplo es esta pintura que vemos, en la que reflejó un característico bosque de álamos que existen en la ribera del rio Guadaira a su paso por Alcalá (Sevilla). En ella vemos que el invierno ha llegado, tiñendo de azul y plata el paisaje, dejando entrar la humedad y el frío que hacen que los árboles pierdan sus hojas. Esos matices de luz invernal han sido captados por el pintor magistralmente, destacando la neblina del fondo. Incluso el artista ha representado fielmente la maleza desordenada del suelo y el perfil de los álamos con el musgo en sus troncos y sus hojas con tonos verdes y plata. La nota amable lo dan las ovejas que se encuentran pastando plácidamente entre los árboles. Al lado se exponen otras obras de Sánchez-Perrier tituladas “Orilla del Guadaíra con barca” y “Un paseo por el río”.

Esa voluntad de plasmar con exactitud la imagen de la realidad en un momento y un lugar determinados, también lo vemos en la obra “Puerto” de 1899 de Guillermo Gómez Gil, pintor malagueño especializado en marinas que trabajó como profesor de la Escuela de Artes e Industria de Sevilla. En ella se representó un puerto en un día tranquilo, en el que vemos una serie de personajes, como unas señoras paseando en barca, unos trabajadores del puerto, unas gaviotas que vuelan buscando algo de comida, etc., todo ello da vida y narrativa a una composición paisajística que por norma general carece de ésta, por lo que esa cotidianidad acerca la obra a la pintura de género. Se trata de una creación madura de este autor, en el que experimenta con los juegos tonales para plasmar por el ejemplo el reflejo de los elementos en el agua, además se rinde ante modos y usos compositivos habituales en los marinistas locales, especialmente en los de Emilio Ocón, su maestro. Por tanto, aunque podría vincularse con el movimiento renovador del paisajismo del fin de siglo español, lo cierto es que se mueve más en los parámetros de la escuela local, en cuanto a los temas y juegos narrativos tratados.

Ante lo comentado, otro ejemplo del mismo pintor es la obra titulada “Atardecer sobre la costa de Málaga” de 1918, en la que representó el movimiento de las aguas y el reflejo de los rayos del sol y del cielo, así como los diferentes tonos del color de ese momento del día. Comprobamos que el realismo aquí es fundamental, pero también lo es la aplicación sobre él de diferentes compensaciones, como la compositiva, la cromática o la narrativa, que en cierta manera desvirtúan las claves esenciales del movimiento de la modernidad española.

Abandonamos ya esta primera planta para dirigirnos a la segunda que alberga la sección dedicada a los Maestros de fin de siglo, los responsables de dar el paso definitivo hacia la renovación de la pintura española, con la búsqueda de nuevas formas y significados. Pintores de fuerte personalidad como Darío Regoyos (uno de los primeros artistas españoles integrados en la vanguardia internacional), Aureliano de Beruete (influenciado por las ideas de la Institución Libre de Enseñanza y por la escuela valenciana), Joaquín Sorolla (personificación de la modernidad, luminosidad y optimismo de la pintura española), Julio Romero, Iturrino, Anglada Camarasa, etc., protagonizaron el cambio artístico de los últimos años del XIX e inicios del XX, al romper con la tradición y abrazar una nueva plástica. Ello hizo que se establecieran las bases de la modernidad y de la vanguardia en la técnica, las temáticas y en la imposición de la libertad creativa.

Como en las demás secciones del museo, vamos a comentar unas pocas obras de todas las expuestas aquí, comenzando por la titulada “Paisaje de Hernani”, pintada en el 1900 por Darío de Regoyos y Valdés. En esta pintura vemos los elementos característicos de este artista, como son el manejo de la luz del sol en el atardecer, con sus típicas sombras, y la representación de la figura humana como parte inseparable del paisaje, en este caso son sólo mujeres, algunas de ella trabajando, y es que Regoyos solía representar en sus creaciones a la mujer vasca como trabajadora y en muchas ocasiones solitaria. Al lado se exponen la obra pictórica “Ávila” de Aureliano de Beruete y Moret del 1909, enmarcada en su etapa artística más plena del lenguaje impresionista, al que evolucionó desde los postulados más realistas de su juventud. A aquel momento corresponde esta panorámica de esta ciudad de Castilla, tierra a la que dedicaría lo mejor de su producción. En esta pintura a Beruete, más que la propia ciudad monumental que se extiende en la lejanía, le interesaba representar la orografía cambiante de las afueras que interpreta aquí con una técnica vibrante rica de empastes, a base de breves y rápidos toques que apenas insinúan las formas, para captar así el sol del verano castellano reflejado en los diferentes elementos del paisaje.

El siguiente cuadro que vamos a comentar es el titulado “Lavanderas de Galicia” pintado en 1915 por Joaquín Sorolla y Bastida. A pesar de que este artista viajó varias veces a Galicia, sólo hizo dos obras de la ría de Arosa de idénticas medidas: la que aquí vemos y “La ría de Villagarcía de Arosa”. Es interesante apreciar que las dos pinturas reflejan dos momentos distintos del día, como así sugiere la luz representada. El que nos ocupa está tomado en un día despejado, destacando la potencia del color de las aguas, frente a los gruesos empastes de las figuras, poco habitual en aquellos momentos. Al lado se sitúa “Mujeres en el jardín” pintado en 1910 por Cecilio Pla y Gallardo, artista que realizaba una pintura luminista y amable, no sólo encuadrada en la escuela valenciana, sino también en la de Madrid, donde vivió desde muy joven. La luz solar cobra mayor protagonismo en sus obras a partir de 1910, cuando se acentúa el luminismo en sus paisajes, especialmente en las playas valencianas en las que se aprecia la influencia en él de Sorolla. El cuadro que aquí vemos, en el que se representan a unas mujeres concentradas en sus labores mientras se encuentran cobijadas en la sobra de un jardín, pertenece a su etapa de plenitud luminista, cuyas obras recogen el equilibrio, familiaridad y felicidad, atributos que el pintor identificaba con lo sencillo y cotidiano.

En la obra “Lavanderas” de Antonio Muñoz Degrain de 1903 también vemos a mujeres con sus quehaceres, en esta ocasión lavando la ropa. Se trata de uno de los maestros de la luz y el color en la pintura de fin de siglo que, por cierto, está muy vinculado con Málaga, a donde se trasladó para decorar el teatro Cervantes y ejerció de profesor de la academia de arte. En aquella época conoció a un jovencísimo Pablo Ruiz Picasso. Centrándonos en el cuadro, en él el artista no abandona su forma de trabajar el natural, representado mediante toques de pinceladas breves y empastada, con la intención de retener la luz, a partir de la cual se producen las sombras. La superficie queda resuelta a base de pequeñas manchas de color que recuerda el puntillismo postimpresionista, articulando así la superficie del lienzo para dar seguridad a las formas y, especialmente, confirmación de un registro directo y veraz. Todo está medido en esta pintura, desde las manchas de color, a las sombras, pasando por la acción de las mujeres, quienes intencionadamente se encuentran en un plano secundario, puesto que Degrain quería enfatizar el espacio del mundo rural, donde sus diferentes elementos son igual de importantes: el muro que limita el lavadero, el emparrado, los guijarros del camino, etc.

Degrain también pintó la obra titulada “Marina (Vista de la Bahía de Palma de Mallorca)” entre 1905 y 1910, en un momento que realizó otros paisajes inspirados por un viaje que realizó por el Mediterráneo, donde visitó Palestina, Turquía y Grecia. En esta obra el pintor ofrece, desde su emoción personal, su visión de esta parte de las islas Baleares, de hecho, es esa emoción la que se aprecia en el dinamismo de las sombras en la superficie del mar y los colores brillantes del agua, el cielo y las rocas. Lo más llamativo de esta pintura es el uso que hace del color, en apariencia alejado de la percepción real, pero necesario para mostrar el sentimiento que pudo provocar esta vista al pintor. El morado es el más predominante, lo inunda todo, desde el reflejo del agua y las rocas, las cuales tienen una luminosidad que ofrecen destellos blancos anaranjados y rosa que contrasta con el cielo azul oscuro. Los remolinos del agua se hicieron con pinceladas amplias y sueltas, según la forma que Degrain quería darles, además la nota dinámica de la escena lo dan las embarcaciones de paseo.

En “Pescadores arrastrando la barca”, Enrique Martínez Cubells representó el momento en que unos hombres se disponen a introducir la barca en el mar para comenzar a pescar, mientras que el viento hincha la vela. Se trata de uno de los géneros por el que se reconoce a Cubells, debido a la cantidad de obras que hizo ambientadas en la playa, asunto que lo relacionan más directamente con la pintura valenciana (a pesar de ser madrileño de nacimiento) y, concretamente con la obra de Sorolla. En aquella época, ya superado el costumbrismo anterior en el que se trataban otros temas, se comenzó a abordar lo relacionado con el mar y sus gentes, especialmente los aspectos sociales del mundo laboral.

A tenor de lo comentado, Martínez Cubells hizo lo propio en “La vuelta de la pesca” (1911), pero en esta ocasión representó justo el momento en que los pescadores regresan a puerto, mientras un grupo de mujeres esperan junto a unos canastos de mimbre, dos de ellas sentadas y otra con un niño en brazos, también vemos al fondo otro personaje sentado junto a otro canasto. Fue entre los años 1903 y 1905 cuando este artista descubrió su pasión por los puertos en sus viajes a Países Bajos y la Bretaña Francesa, por ello es difícil identificar a qué lugar pertenece el que aquí vemos, aunque probablemente pueda tratarse de la localidad de Bermeo, donde pasó alguna temporada. La escena se presenta desde un punto de vista alto, seguramente responde a la fotografía que el propio Martínez Cubells realizó, a partir de la cual se ayudó para pintar la escena que vemos.

Hemos hablado en varias ocasiones de Joaquín Sorolla y Bastida, y ahora vemos una de sus pinturas titulada “Patio de la casa Sorolla”, que como indica su nombre el artista representó el jardín de su casa en primavera, cuando las flores estaban en todo su esplendor. Aquella casa, situada en la parte mas alta de Madrid, fue diseñada por él mismo, aunque los planos estuvieron a cargo desde 1909 del arquitecto Enrique María Repullés, quien siguió las indicaciones del pintor. En 1911 comenzaron las obras para implantar los jardines, también diseñados por Sorolla, cuya inspiración la obtuvo de la antigua jardinería hispano musulmana andaluza y valenciana. Esta casa fue para Sorolla el perfecto refugio al final de su vida y por ello, a pesar de ser conocido por representar las playas de su tierra natal, también representó su jardín que pintó en distintas horas del día y en diferentes estaciones, para captar los diferentes momentos de la luz.

En la pintura “Julia” (1915), así se llama esta mujer que hizo de modelo en multitud de ocasiones para el autor de la obra, Ramón Casas Carbó, de hecho finalmente se casaron en 1922. Julia Peraire era vendedora de lotería en la plaza de Cataluña en Barcelona. A ella la vemos desafiante, con los párpados entornados y los brazos en posición de jarra en actitud castiza, mientras luce la típica indumentaria española compuesta por una torera roja con bordados, sobre un chaleco de reflejos plateado, y un tocado de peineta adornada con flores. La sensualidad del cuadro se intensifica con la blancura de su rostro que desciende hasta un generoso escote, lo que refuerza la imagen tópica, tan al gusto de la burguesía francesa del siglo XIX, de la mujer española arrogante, apasionada y poderosa. Ramón Casas se formó en Barcelona, tras lo cual viajó a París, donde estuvo en contacto con los movimientos artísticos más importantes de la época. Es por ello que las corrientes estéticas impresionista y postimpresionista se reflejan claramente en su obra. Uno de los pintores que más influencia tuvo en él fue Henri de Toulouse-Lautrec, como puede apreciarse en este lienzo en el tratamiento de la falda, modelada a base de líneas paralelas.

La obra “Dos Gitanas” (1901-1903) aborda la temática muy recurrente la obra de su autor Francisco Iturrino, consistente en la representación del mundo andaluz. Las dos figuras femeninas siguen los esquemas compositivos y la tonalidad cromática de Cézanne, rodeándolas de un aurea que trasciende el realismo. En ellas se aprecia el reflejo de la luz del sol andaluz, haciendo que el color de los vestidos sea más intenso. Y es precisamente a través de los colores de todo el cuadro, donde Iturrino transmite su emoción, utilizando para ello el amarillo, violeta, naranja y el negro del pelo adornado por el rojo de una flor. Esta obra presenta cierto paralelismo con Zuloaga, con quien coincidió en Sevilla en 1902, en cuanto a la temática y la composición, aunque Iturrino no buscaba la representación de lo anecdótico de la escena, sino crear un espacio lleno de color y luminosidad para reflejar la magia del instante, en la que plasmar la vivacidad de las escenas en su lado más exótico y bohemio. Justo al lado vemos el cuadro “A la romería de Torrijos” (1915) de Gonzalo Bilbao Martínez, en el que destaca el dinamismo de su movimiento, con una carreta engalanada que transporta unas muchachas que cantan al son de la música y que contrasta con la mayor serenidad de la pareja que va a caballo. También destaca el alegre cromatismo de las indumentarias de las romeras y los ornamentos de los caballos.

La obra “Coristas” (1927) de José Gutiérrez Solana representa, a pesar de su título, una escena del mundo de la prostitución, en la que un grupo de mujeres se cambian de ropa en un cuartucho donde falta espacio y aire, mientras son observadas por una anciana vestida completamente de negro y sujetando decididamente un bolso, en el que quizás lleve el dinero recaudado, y quien parece representar la típica dueña de los prostíbulos de la época. Solana pintó a las mujeres mostrando su cuerpo sin pudor y resaltando sus volúmenes mediante una técnica que parece ser influencia del cubismo, aunque este pintor nunca quiso enmarcarse en un movimiento estético, más bien quiso quedarse al margen, con un estilo personal, en el que precisamente se incluye esa representación de los cuerpos, como si de objetos inertes se tratasen, como elementos de un bodegón, cuya gestualidad no indica ninguna interacción entre los personajes, por lo que es difícil comprender la narración que el pintor quiere transmitir en esas representaciones. Lo que sí está claro es que Solana estaba interesado sobre todo en tratar la cara más sórdida y marginal de la realidad de la sociedad española, aunque sin intención crítica o moralizante.

El cuadro “Composición. Desnudo” (1922) es un verdadero resumen de géneros pictóricos, realizado por Celso Lagar, en el que unió en una misma escena el bodegón (cuyas frutas se representaron prácticamente de formas geométrica, constituyendo un tributo a Cézanne), el paisaje (que este artista dominaba a la perfección) y el desnudo (representado con cierto aire escultórico y arcaísmo de la figura humana, frente al estilo más lineal de los animales y de la vegetación). En la obra, que se puede englobar en el clasicismo, el pintor nos ofrece una alegoría de la Naturaleza, a modo de Venus o Afrodita, símbolo de la fecundidad y la fertilidad. Lagar hace un particular uso de las escalas, reforzando la parte bidimensional del espacio para maximizar la sensación de lo plano, haciendo que cada elemento de la escena se integre en el conjunto y espacio, superponiéndose con una escala sobredimensionada a la del paisaje. En cuanto a los colores, Lagar opta por una paleta limitada y sobria, con un tono bajo, lo que escapa de la vivacidad de colores que alguna vez empleó. Esta obra pertenece al periodo en que Celso Lagar vuelve a Paris, tras el fin de la I Guerra Mundial, lo que hizo que abandonase el planismo y abrazara temáticas como la circense y la Commedia dell’Arte.

Es muy fácil reconocer “La Buenaventura” (1920) como una obra de Julio Romero de Torres, puesto que el pintor cordobés creó un estilo personal, sin influencias de las modas de su época, una de cuyas características es que representó casi constantemente un determinado tipo de mujer: joven, morena, esbelta y llena de melancolía, atributos que posee la protagonista de este lienzo. Esta muchacha tiene la mirada perdida, casi sin prestar atención a otra mujer que le está echando las cartas, cuyo perfil es más activo. Es llamativo la actitud opuesta de las dos mujeres, lo que representaría simbólicamente dos maneras de afrontar la vida.

Pero la obra de Romero de Torres está llena de simbolismo, en esta pintura, sin ir mas lejos tiene varios: justo detrás de las mujeres vemos varios edificios identificables de la ciudad de Córdoba (la fuente de la Fuenseca, el cristo de los faroles y el palacio del marqués de La Fuensanta del Valle). En ese escenario vemos una mujer que suplica a su amante que no la abandone, mientras al lado, otra fémina apoyada sobre el quicio de la puerta está esperando a su amado en vano. Estas dos escenas dan la pista de lo que le ocurre a la mujer que protagoniza el cuadro: sufre de un desamor, uno de los temas preferidos de Romero de Torres. Así terminamos la visita a este espacio y ahora ascendemos a un piso superior que acoge un espacio dedicado a exposiciones temporales, con cuya visita completamos el recorrido a este magnífico museo.

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