GERONA (GIRONA)

MUSEO DE ARTE DE GERONA


Este museo está alojado en el edificio del antiguo Palacio Episcopal, cuya primera referencia data del año 988, cuando el obispo Gotmar III compró una casa que estaría ubicada en la actual zona norte del palacio. Pero no es hasta el año 1167 cuando el obispo Guillermo de Peratallada construyó un “verdadero” palacio episcopal, seguramente ampliando la antigua casa. A lo largo del siglo XIII el conjunto se amplió según los gustos arquitectónicos de la época, tomando el aspecto de un castillo. Fue en esa época cuando se construyeron las dos torres situadas en la fachada oeste y en la prisión, el Salón del Trono y el Salón del Arco, ambas visitables actualmente durante el recorrido de la exposición.

Durante los siglos XV y XVI continuaron las ampliaciones del palacio, momento en que dejó de tener la apariencia de castillo para tener un aspecto de palacio, así se abrieron nuevas ventanas, como las de estilo renacentistas del Salón del Trono. Durante la Guerra de los Segadores en el siglo XVII, los obispos apoyaron a los sublevados que lucharon contra los soldados del rey, lo que provocó que el palacio fuera ocupado durante años por los militares.

Posteriormente, en el año 1756, el edificio fue visitado por el Papa Benedicto XIV, por cuyo motivo se abrió una capilla contigua al comedor (actual sala gótica). Durante los sitios napoleónicos de 1808 y 1809 el palacio sufrió numerosos daños. Pero no fue hasta el año 1898 cuando el edificio adquirió el aspecto que vemos hoy en día. Durante la Guerra Civil el palacio sufrió algunas obras, entre ellas, las que ocasionaron algunos destrozos por la búsqueda de un supuesto tesoro escondido en las paredes del palacio.

Accedemos ya a su interior, que alberga un extenso fondo procedentes en su mayoría del Obispado de Gerona, la Diputación de Gerona y de la Generalitat de Cataluña, constituyendo una de las mejores colecciones que existe de arte catalán. El itinerario por la colección permanente comienza en su primera planta, donde, repartidas de la sala 1 a la 4, comenzamos profundizando en el Románico en Cataluña, el primer estilo medieval, por otro lado, de alcance en Europa. En aquel período fueron claves las obras religiosas, tanto el mobiliario litúrgico como monumental, puesto que los monasterios y centros catedralicios estuvieron a la cabeza en la creación artística.

Una de aquellas manifestaciones más características fue la de Cristo en la Cruz o Majestad. En la primera sala podemos ver uno realizado en madera policromada, la talla del Cristo, de finales del siglo XII, viste una túnica larga y una corona que simboliza su condición de rey de reyes. Posee los ojos abiertos y carece de expresiones de dolor, símbolo de su triunfo sobre la muerte. Detrás de los pies de la talla, oculta se encuentra una inscripción en latín cuya traducción seria “soy Dios y me venden, soy rey y me cuelgan de esta cruz”. La situación de estas letras en la cruz hace suponer que la talla no se hizo para esta cruz, la cual es mucho más antigua, concretamente del siglo XI.

Si rodeamos la vitrina podremos observa la parte posterior de la cruz, así veremos el Cordero de Dios situado en el medallón central, lo cual identifica a Cristo como una ofrenda en sacrificio. Alrededor se encuentran los restos de los símbolos de los cuatro evangelistas o Tetramorfos: a la izquierda el buey de Lucas, a la derecha el león de Marcos, abajo el ángel de Mateo y arriba el águila de Juan, símbolo actualmente desaparecido.

En la misma sala, en el expositor vecino, vemos una cabeza masculina del siglo XII que formaba parte de la portada de la iglesia del monasterio Sant Pere de Roda, edificio que fue desamortizado, abandonado y expoliado en el siglo XIX, por lo que el contexto de esta cabeza se perdió para siempre. Sus rasgos son muy peculiares: ojos grandes y almendrados, pómulos marcados, labios contraídos, etc., incluso parece tener el mismo corte de pelo que los monjes benedictinos que habitaron el convento de donde procede. Pero su característica más importante es que el escultor (o escultores) que realizó la cabeza fue lo bastante hábil como para vaciar los lagrimales usando un trépano. Se han identificado una serie de obras en diferentes puntos de Europa que presentan las mismas características datadas en la misma época, aunque no se sabe si se trata de una sola persona o de todo un taller itinerante, por lo que recibe el nombre de Maestro de Cabestany, lugar donde se conserva una de sus obras más relevantes. Junto a la cabeza vemos una arqueta del siglo IX-X también procedente de aquel monasterio.

En otra vitrina podemos ver tres objetos singulares que conformaban un conjunto de viaje medieval: un encolpium, una crismera y un ara o altar portátil. Este último objeto servía para celebrar misa en cualquier lugar durante los desplazamientos. De esta pieza destaca la gran calidad artística con que se trabaja la lámina de plata que la cubre: en el centro se encuentra la figura de san Juan Evangelista, a cuyos lados se encuentran las inscripciones que menciona a los donantes. El altar portátil está datado en el siglo X, aunque fue redescubierto en 1810 dentro de una arqueta de madera y marfil en la iglesia del monasterio de Sant Pere de Roda. Dentro de aquella arqueta también se encontraron una cruz relicario o encolpium que se llevaba colgado del cuello y una crismera de entre los siglos IX-X o recipiente de aceites sagrados que se utilizan en las consagraciones y en la administración de determinados sacramentos.

Pasamos ya a la sala 2, donde vemos diferentes capiteles historiados, destacando uno del siglo XII procedente del monasterio de Sant Pere de Camprodon. En él vemos representados ocho figuras masculinas: siete monjes y un abad. Las inclinaciones de las cabezas no sólo se adaptan a la fisionomía de capitel, sino que, además, es muy posible que el escultor quisiera evocar la humildad monacal. A tenor de lo cual, es posible que, cinco de esas figuras, lleven en la mano un libro en el que se dicta la regla de san Benito, el texto que rige la vida de las comunidades benedictinas, en el que se lee la instrucción de ir siempre con la cabeza agachada y la mirada hacia el suelo. Otra lleva un recipiente, tal vez un relicario, y la última sostiene un báculo, el bastón propio de abades y obispos. Por último, señalar que el capitel aun contiene pequeños restos de su policromía original.

En otra vitrina se exponen dos tallas policromadas que representan a la Virgen. La de la derecha, del siglo XII, es un buen ejemplo de Virgen románica de tradición bizantina. Esta figura se realizó para poder verla frontalmente, presentando un rostro con semblante inexpresivo, el más apropiado en la época para representar una divinidad severa y distante. Ello, junto con sus demás atributos, encajaba con la idea de María como “trono de poder” que presenta y ofrece al mundo al Niño que estaba sentado en su regazo, actualmente desaparecido. La talla se encontró en la antigua capilla del Salvador del castillo de Puig-Alder, donde estuvo escondida tras una ventana tapiada hasta 1984, momento en que fue redescubierta durante las obras de rehabilitación del edificio.

Ya en la sala 3, lo primero que destaca es la llamada Viga de Cruïlles, datada a principios del siglo XIII. Formó parte de un baldaquín o cimborrio del altar mayor de la iglesia del monasterio gótico de Sant Miquel de Cruïlles. En la parte frontal se representa con todo detalle una procesión de monjes, en cuyo extremo izquierdo se encuentra representado el miembro más importante de la comitiva, es decir un abad o un obispo. Éste tiene en una mano un báculo, mientras que con la otra ayuda a sostener el gremial, una especia de delantal con la que se protege las vestiduras litúrgicas durante determinados ritos. Detrás se representa un edificio que cuenta con una típica decoración arquitectónica del románico lombardo.

El grueso de la procesión lo forman dieciocho monjes, quienes visten capa pluvial. Delante y detrás de ellos, vemos grupos de diáconos vestidos con dalmáticas. Los dos primeros diáconos que encabezan la procesión llevan candelabros, el tercero un incensario, el cuarto un evangeliario y el quinto porta una cruz. Estos dos últimos objetos merecen un cuidado especial, por lo que los religiosos no los tocan con las manos, sino con un vello llamado humeral. La perspectiva jerárquica la podemos apreciar aquí: los diáconos no son más bajos que los monjes, sino que son menos importantes.

En el expositor de al lado podemos ver otro objeto de importancia, se trata del Vaso de Besalú, realizado con cristal de roca elaborado en el Magreb o Al-Ándalus en el siglo X. Sus paredes, de casi medio centímetro de grosor, cuenta con decoraciones talladas en relieve que representan a dos aves enfrentadas, quizás abubillas o pavos reales, que se repite dos veces. El vaso se encontró en 1936 en la iglesia románica de san Vicente de Besalú lleno de monedas de oro, aunque lo más probable es que el fuera utilizado para guardar las reliquias necesarias para consagrar el altar, ya que en aquella época era relativamente frecuente utilizar para el culto religioso objetos preciosos hechos en la vecina Al-Ándalus o incluso de más lejos.

La sala 4 comienza con el ábside de Pedrinyà, uno de los ejemplos más relevantes de pintura mural realizado con la técnica al fresco que se conserva en el museo. La pintura al fresco consistía en, cuando el enlucido aún no se había secado, aplicar los pigmentos de color diluidos con agua, de tal forma que la cal aglutinaba los pigmentos, lo que daba como resultado que pintura y mortero se fusionasen en una sola cosa. En el románico arquitectura y pintura iban de la mano, así la bóveda semiesférica evocaba la perfección divina, mientras que la pintura aportaba el elemento narrativo. Originalmente estuvo en la iglesia de Sant Andres de Pedrinyà, donde fue realizado en el siglo XIII con tres registros iconográficos. En la bóveda, desde donde metafóricamente Cristo domina todo, se representa la figura central del Maiestas Domini (o Cristo en Majestad) rodeado por los símbolos de los cuatro evangelistas.

A la altura de la ventana se encuentra el espacio intermedio entre la bóveda celestial y el mundo terrenal, aquí se cuentan escenas del nacimiento de Jesús, de izquierda a derecha: la anunciación a María, la visitación, el nacimiento, la anunciación a los pastores y probablemente una adoración de los reyes, actualmente perdida. Finalmente, los cortinajes pintados en la parte inferior evocan a los de tela que ofrecían los feligreses.

En esta sala se expone una de las obras más icónicas de Gerona: la columna con la figura encaramada de un león. Se desconoce su función original, aunque es muy probable que fuera parte de algún edificio notable de la antigua ciudad medieval. En época más reciente, la columna fue adosada a un hostal situado en la entrada de la ciudad por la zona norte. Fue entonces cuando se forjó la tradición de besarle el culo a la leona: se cuenta que a los forasteros que venían de Francia y pasaban por aquí, se les sometía a una prueba de agilidad al grito de “¡¡no puede ser vecino de Gerona quien no bese el culo de la leona!!”.

Aunque la tradición popular señala la escultura como una leona, la verdad es que este animal pertenece al género masculino, pero león no rima con Gerona. Actualmente, frente a la basílica de san Félix, se ha instalado una réplica de la columna con su correspondiente escalera para facilitar a los turistas cumplir con la tradición gerundense.

Comenzamos ya la sección dedicada al arte gótico, repartida de las salas 5 a la 8. Ese estilo artístico llegado de Francia se irá extendiendo a partir de finales del siglo XIII, floreciendo con fuerza durante los siglos XIV y XV. Su principal característica es que es más refinado y naturalista en comparación con el estilo predecesor, el románico, respondiendo mejor así a los gustos cortesanos y las nuevas clases sociales de la época. Claro ejemplo del comentado humanismo es la representación de la Virgen de la Esperanza del siglo XIII, en avanzado estado de embarazo, procedente del convento de Sant Francesc. Junto a ella, también vemos el sepulcro de Jofre Gilabert del siglo XIV.

Tanto estas obras como el grupo de cinco imágenes que representa la escena de la crucifixión en el monte Calvario son un claro ejemplo de la transición del románico al gótico. Las esculturas son románicas en cuanto al tratamiento de los cuerpos, aunque en el caso de Cristo posee elementos más góticos, sin embargo, los vestidos representan un paso más avanzado hacia el nuevo estilo gótico. Este conjunto está compuesto por las figuras de Cristo, la Virgen, san Juan y los dos ladrones Gestas y Dimas. Originalmente coronaban el dintel de una puerta que comunicaba el claustro de la catedral de Gerona con el antiguo cementerio de los clérigos. Este calvario es considerado una obra primeriza del maestro Bartomeu, formado en el claustro de la catedral y uno de los introductores del estilo gótico en Cataluña.

Los martirologios son calendarios de santos y mártires de la liturgia cristiana. Uno de los más exhaustivos fue el que realizó en el siglo IX el monje carolingio llamado Usuardo, por lo que mucho tiempo después se continuó copiándose. Una de esas copias es el manuscrito que vemos expuesto aquí. Fue realizado en el siglo XIII cuando sólo se copió el texto, sin ninguna decoración, en la impecable caligrafía gótica que vemos.

Los márgenes siguieron en blanco hasta que hacia 1450, en los talleres reales de Venceslao I de Bohemia de Praga, fueron coloreados con oro, cenefas decorativas y más de setecientas miniaturas, según el estilo imperante de la época: el gótico internacional. En los siguientes siglos, el manuscrito fue pasando de mano en mano hasta llegar, en el siglo XVII, a las del virrey Pedro Antonio de Aragón, que lo donó a la biblioteca del monasterio de Poblet y, en 1836, fue depositado en el convento de las Bernardas de Girona.

Otra de las piezas destacadas es la Virgen de Pontós del siglo XV, procedente de la iglesia homónima. Aquí ya es evidente la humanización de la madre e hijo, quienes se relacionan con la mirada, el gesto y los objetos que portan. El Niño Jesús, a pesar de que la tradición aún dicte que debe representarse con rostro adulto como símbolo de la madurez y su naturaleza divina, posee ese alegre aire infantil en el que busca el contacto con la madre. En una mano sostiene la esfera celeste, símbolo de perfección y poder, mientras que en la otra tiene un juguete con forma de pájaro, aunque el elemento más curioso es el amuleto de coral que cuelga de su cuello.

Por su parte la madre se encuentra de pie con una leve inclinación de cadera debido a que sostiene a su hijo. Lleva el pelo suelto, tal y como lo lucían las jóvenes solteras de la Edad media, sobre el cual luce una rica corona que es símbolo de su condición de reina del cielo. Su rostro sereno insinúa una leve sonrisa. La indumentaria y la pedrería, realizado con gran detalle y movimiento por un escultor anónimo, denota que es pesada, incluso los pliegues insinúan que la tela cuenta con un grueso considerable.

Justo enfrente, en la vitrina central, se expone, entre otras piezas, una Corona de plata, de cuyo autor Pere Àngel, a diferencia de otros muchos orfebres anónimos medievales, sabemos muchos datos. Y es que, en el caso de esta obra, se conserva el recibo de pago o, como se llamaba en la época, ápoca, donde aparecen los datos del artista. En el recibo aparece la fecha: seis de mayo de mil cuatrocientos sesenta y cinco. La Corona es un encargo del efímero rey de Aragón y conde de Barcelona Pedro IV, también conocido por el cargo político que había ejercido en Portugal, condestable, para ofrecerla como ofrenda a la Virgen de Castelló d'Empúries. Pedro IV quiso dejar dos referencias claras a su identidad en la diadema: el escudo con los cuatro palos de la Casa de Barcelona que decora la cúspide de la media luna y su lema, ligeramente repujado en el semicírculo exterior, “paine pour joie”, es decir “para disfrutar hay que sufrir”.

Desde aquí, desde la sala 7, podemos ver la antigua fachada de mediodía del Palacio Episcopal. Por la puerta abierta en el muro se accede al aula episcopal, conocida actualmente como Salón del trono y que corresponde con la sala 8 del Museo de Arte. Antes de acceder, merece la pena ver, a la izquierda, la capilla barroca del mencionado palacio, fruto de una ampliación posterior, del siglo XVIII.

Ya nos encontramos en el hoy conocido como Salón del trono, en cuyas paredes cuelgan diferentes retablos. Un retablo es una estructura arquitectónica que, colocada tras el altar, sirve como telón de fondo del culto religioso. Pueden ser pictórico, escultórico o una mezcla de ambos. En cuanto a su disposición, verticalmente se divide en calles, presentando a menudo algún tipo de remate en la parte superior y una imagen principal que ocupa el centro de la obra, ya sea pintada o esculpida. Así, los retablos han servido durante siglos como instrumento para narrar los episodias de los santos o figuras religiosas a los que estaban dedicados.

Tras este apunte teórico continuamos con el recorrido: nada más entrar en esta sala, a la derecha, vemos el Retablo de San Miguel de Cruïlles, cuyo protagonista es el arcángel. Se representa como a un soldado según el ideal caballeresco de la época, ya que san Miguel era el jefe de las milicias celestiales encargadas de luchar contra el mal. Lleva puesto una armadura completa, al igual que hubiera llevado un caballero contemporáneo a la obra. Todo se pintó primorosamente, como así demuestra el movimiento del manto que insinúa que el santo acaba de descender sobre el vientre del dragón, el cual está pintado de un color anaranjado evocando las llamas del infierno. Alrededor de esta escena se reparten los distintos episodios que completan el retablo, los de la izquierda se centran en la eterna lucha entre el bien y el mal, y los de la derecha vemos a san Miguel como intercesor de las almas. Esta pieza es obra del gerundense Lluís Borrassà quien lo realizó en 1416, tras ser encargado por una dama, Sansa.

Presidiendo esta sala se encuentra el Retablo de san Pedro de Púbol, realizado por Bernat Martorell para la capilla de los barones del castillo de Púbol, Bernat de Corbera y Margarita de Campllong, la cual era nieta de la misma Sansa que encargó el retablo de san Miguel comentado anteriormente. En este caso, los promotores de la obra se hicieron representar, junto a su hijo Francesc, en la escena central, más concretamente al pie de la figura de san Pedro. Esta escena es, por otro lado, muy anacrónica ya que san Pedro, una figura del Nuevo Testamento, se encuentra rodeado de un colegio catedralicio medieval, aunque tal hecho no es ningún error, ya que en época de cismas y antipapas se hacía necesario acentuar la idea de que Pedro fue el primer pontífice, consiguiendo así reforzar la autoridad papal.

Pero el anacronismo se mantiene también en las escenas de la vida del apóstol que se representan en las tablas laterales: la corte del emperador Nerón está reproducida como una corte del siglo XV. En el conjunto del retablo Martorell consiguió esta sinfonía de colores con una paleta de ocho pigmentos básicos. Por culpa de la oxidación, el preciado azul ha perdido hoy protagonismo, en aquella época la azurita era muy apreciada como alternativa al lapislázuli, hasta tal punto que el pintor firmó el contrato de la obra en 1437 en el que se comprometía a que en cada historia hubiera una imagen vestida de azul. Utilizó ese pigmento para subrayar la importancia de dos figuras antagónicas: Jesús y el emperador Nerón.

Comenzamos ya el recorrido por la sección dedicada al Renacimiento, repartida desde la sala 9 a la 12. Este nuevo estilo irá penetrando poco a poco a finales del siglo XVI, conviviendo con la tradición gótica que se encontraba profundamente arraigada. Dicha penetración fue gracias a la llegada de artesanos y maestro artesanos, así como la introducción de grabados, favorecidos por la invención de la imprenta El estilo renacentista vuelve la vista hacia el mundo clásico, proponiendo como nuevo ideal de belleza el Hombre y la Naturaleza.

En la sala 9 se expone parte del gran retablo de la vida de san Félix en Gerona, compuesto por diferentes obras y tablas actualmente repartidas entre este museo y su ubicación original en la iglesia de san Félix, donde presidió el ábside hasta la Guerra Civil Española. Este retablo es un claro ejemplo de transición entre el gótico y el estilo renacentista. Debido a su tamaño y complejidad, la obra duró dieciséis años, de 1504 a 1520, participando en él hasta cinco artistas distintos, tres carpinteros y dos pintores. El último pintor fue Joan de Burgunya quien realizó las seis tablas que integran el ciclo de la pasión de san Félix que vemos aquí. Cuando a Burgunya le encargaron estas tablas para completar el retablo de traza gótica en 1519, él ya había empezado a asimilar la nueva corriente renacentista. Así en esta obra vemos, por ejemplo, como los fondos dorados tan frecuentes en el gótico, ahora lo son para dar color a los edificios y a los paisajes, con una profundidad no vista hasta ese momento.

Cronológicamente hablando, la narración de la pasión de san Félix, comienza en la primera tabla (la tercera comenzando a contar desde la derecha) donde el santo predica la fe cristiana ante diferentes mujeres de Gerona. El representante de la autoridad romana, Rufino, vestido a la morisca y con barba blanca, escucha el discurso con un claro semblante serio y contrariado. La narración continúa en el resto de las tablas: Rufino pone a prueba las creencias de san Félix quien se reafirma en sus creencias; ni la actuación de los ángeles por dos veces, podrán al final salvar al santo de los martirios y finalmente de la muerte.

La exposición continua en la segunda planta, en cuya sala 11 destacamos la tabla del “Entierro de san Esteban”, atribuida a Pere Gascó. Bajo el altar mayor de la basílica de san Lorenzo Extramuros de Roma están enterrados juntos los restos mortales de san Lorenzo y unas reliquias de san Esteban que el papa Pelagio hizo traer de la antigua Constantinopla en el siglo VI. Así, la tabla que vemos narra el momento en que el papa Pelagio, acompañado de su comitiva, manda depositar las reliquias de san Estaban en la tumba de san Lorenzo. Según la leyenda éste último, muy amablemente, se aparta para dejar sitio al recién llegado. Estamos ante una de las dos únicas tablas (la otra está en el Museo Nacional de Arte de Cataluña de Barcelona) que se conservan y que originalmente se encontraban en el retablo mayor de la iglesia de Sant Esteve d'en Bas, el resto se dan por perdidas desde 1936. Por otro lado, desde esta sala se accede a la Prisión, la cual originariamente no tenía esa función, pero, al ser accesible solamente por unas escaleras, desde el XVII se convirtió en cárcel de aquellos clérigos que no predicaban con el ejemplo.

Llegamos ya a la sala 12 donde destacan las diferentes tablas del Retablo de Segueró, realizado en 1530 por Pere Mates, considerado como uno de los representantes más destacados de la pintura renacentista en Cataluña. No en vano, este pintor había trabajado con los dos maestros pintores del retablo de san Félix de Gerona: primero con el flamenco Pere de Fontaines, quien le donó una tercera parte de los modelos que utilizaba como referencia; después con Joan de Burgunya, de quien, probablemente, aprendió la técnica de la pintura al óleo. Este retablo es, junto con el retablo de san Pedro de Montagut, su mejor producción. El que nos ocupa narra historias del Antiguo y Nuevo Testamento: la tabla que representan a Adán y Eva en el paraíso es una de las más logradas.

Pero la tabla de la resurrección de Cristo tiene una importancia especial: Jesucristo resucita, uno de los soldados se da cuenta de lo que sucede, éste porta un escudo en el que podemos ver el anagrama con el que Pere Mates firmó algunas de sus obras, superponiendo una sobre otra las letras de su apellido. Gracias a esto, sabemos hoy cómo fue la carrera del pintor, además de atribuírsele un puñado de obras que de otra manera hubieran sido de autores desconocidos.

En la otra pared vemos una obra barroca, el Retablo de San Sebastián realizado por Josep Tramulles en 1652, uno de los escultores más destacados de su época. La obra fue encargada como acción de gracias al santo tras haberse superado la epidemia de peste que asoló Gerona en el año 1650. Este único tablón es el protagonista absoluto de este retablo de una sola calle. Aquí se representa a un grupo de hombres que atan a un árbol a un semidesnudo Sebastián, un soldado romano que se convirtió al cristianismo. Estamos, pues, en la escena en la que una unidad de arqueros, por orden del emperador Diocleciano, están a punto de asaetear al mártir. Tramulles esculpió la madera en alto relieve, con algunos detalles completamente exentos, pero con un dinamismo y movimiento sobresaliente. El retablo se almacenó inacabado en unas dependencias municipales, hasta que fue finalizado por Anton Barnoa y colocado en la capilla del hospital de santa Catalina en 1679.

Anexas a esta sala encontramos dos salas: una dedicada a los vitrales y otra titulada “Punt de descoberta” (Punto de descubrimiento) donde se trata, de una manera muy didáctica, los materiales y los procedimientos pictóricos. Lo que llevamos de visita del museo hemos visto obras ya terminadas, pues bien, aquí conoceremos más sobre los complejos procesos que conllevan la realización de una obra pictórica sobre fusta o tabla y sobre tela, al margen de la técnica que cada artista emplee. También conoceremos más sobre las particularidades de los procedimientos y materiales más comunes que los antiguos maestros utilizaron con el propósito de conseguir la obra deseada: pigmentos y colorantes, procesos de elaboración del color dorado, aceites, etc.…

La sala dedicada a los vitrales exhibe fragmentos de vidrieras góticas procedentes del presbiterio y la girola de la catedral de Gerona, donde aún pueden contemplarse íntegras varias vidrieras de la época. Las que vemos aquí son una pequeña muestra del desarrollo que esta disciplina llegó a alcanzar en el siglo XIV. Allí donde había una apertura sobre el muro, se llenaba de cristales de colores que trasladaban la iconografía medieval a este lenguaje plástico y artístico.

Pero las piezas más destacadas de este espacio están hechas de madera, se tratan de dos tablas de vidriero del siglo XIV, constituyendo uno de los pocos testimonios conservados en Europa del arte vitral medieval. Las tablas conservan los dibujos originales sobre los que se hacía la obra, los cuales, una vez estudiados, se descubrió que se había utilizado para realizar los vitrales centrales del presbiterio de la catedral. En el audiovisual que se proyecta en la sala nos permite comprobar que las tablas han sido clave para recrear, sobre una base tangible, el proceso de construcción de una vidriera que ya se conocía por los tratados medievales.

Ascendemos ya a la planta 3 cuyas salas, la 14 y 15, están dedicadas al arte de los siglos XVII y XVIII, por tanto, al Barraco, nuevo estilo, exuberante y de gran expresividad, que se revelará como un medio efectivo para trasmitir la doctrina de la contrarreforma católica. Domènec Rovira llamado “el Major” fue uno de los escultores catalanes más respetados de su tiempo. En 1657 realizó un retablo para la iglesia del monasterio benedictino de Sant Feliu de Guíxols, su villa natal. Las tres tallas que vemos en el museo podrían haber sido parte de él.

Las piezas de san Roque, mostrando la llaga, y la de san Juan Bautista presentan rasgos coincidentes: manos grandes, mejillas hundidas, y una expresión preocupada con la mirada baja y la frente arrugada. Además, la colorida policromía, propia de los usos de mediados del siglo XVII, refuerza la hipótesis de que estamos ante unas obras del taller de Rovira. Existe un testimonio de finales del siglo XIX en el que se describía el retablo completo formado, entre otros, por un san Roque, un san Juan y una santa Eulalia, probablemente esa sea la identidad de la talla femenina que vemos aquí. Los atributos perdidos de la santa serían la cruz en forma de asta y la palma del martirio. Pocas obras de Domènec Rovira el Major han llegado hasta nuestros días, por lo que las aquí expuestas son especialmente importantes.

En la misma sala, en una vitrina, podemos ver diferentes ejemplos de platería sagrada, una de las artes que más contribuyeron a la suntuosidad del ritual católico, ya que la plata simbolizaba perfectamente el esplendor de las cosas divinas. El uso de este material era casi obligado para todo lo que tenía contacto con lo sobrenatural, ya fueran objetos de uso litúrgico como recipientes dignos de contener las más variadas reliquias. Para la platería catalana la contrarreforma, que enfatizó la adoración del Santísimo Sacramento y reforzó la idea de la capacidad de intervención de los santos, la Virgen y las reliquias, fue un periodo sobresaliente tanto por el mayor ritmo productivo de los artesanos, sobre todo plateros, como por el abundante número de objetos destacables. Así vemos un busto relicario, procedente del Palacio Episcopal, en el que persisten las formas renacentistas o una custodia de sol radiante, uno de los objetos más demandados durante aquella época.

Durante el siglo XVII el lienzo se consolidó como el soporte preferido por los pintores. El lienzo permitía hacer obras de grandes dimensiones, además de facilitar su transporte. Desde el Renacimiento se conocía la técnica de la veladura, que consiste en aplicar capas sobre capas semitransparentes de pintura, consiguiendo carnaciones naturales. Después unas pinceladas opacas, colocadas estratégicamente, iluminaban aquella parte del cuadro que el pintor desease. En la sala 15 podemos ver un claro y notable ejemplo en el cuadro titulado Lot embriagado por sus hijas, realizado por el napolitano Andrea Vaccaro, quien fue más allá, al ser capaz de suavizar los claroscuros de Caravaggio con mucha elegancia. Este cuadro, que forma parte de un conjunto depositados en Gerona a finales del siglo XIX por el Museo del Prado de Madrid, narra la relación incestuosa de Lot y sus hijas, tras la destrucción de Sodoma.

Llegamos ya a la cuarta planta donde, repartida en sus salas 16, 17 y 18, trata el arte entre los siglos XIX y XX. Durante aquellos años ocurren diferentes acontecimientos, como la invasión napoleónica y la consiguiente Guerra de Independencia Española, en los que tuvieron lugar diferentes episodios épicos de la contienda en Gerona, de hecho, todo el siglo XIX transcurre con inestabilidad bajo una sucesión de levantamientos y revueltas carlistas y pronunciamientos militares. Bajo ese contexto, el arte y los artistas se debatirán entre academicismo clasicistas y nuevas fórmulas como el paisajismo, el romanticismo o el simbolismo. Con ese panorama, la renovación total del arte no tendrá lugar hasta principios del siglo XX con la llegada del modernismo, el novecentismo, etc.

En la sala 16 destaca un óleo sobre lienzo de dimensiones murales titulado La Era cristiana, realizado en 1871 por Joaquim Espalter en Madrid, llegando a Gerona a los pocos años como parte del depósito del Museo del Prado. El cuadro constituye una obra de madurez de este pintor, quien es el más fiel representante catalán del “nazarenismo”. Los primeros nazarenos fueron un grupo de románticos alemanes que se establecieron en Roma y que querían que el arte recuperase el aire cristiano perdido, según ellos, durante el Renacimiento. Tras tener contacto con aquel movimiento, Espalter se plantea el reto de pintor una alegoría que evoque la llegada de la era cristiana: la mujer en primer término iluminada por la gracia divina representa la nueva era, es decir la que trae la buena nueva del Evangelio. La acompañan, entre otros, la personificación de las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, seguidos de los primeros cristianos. Las representaciones de los siete pecados capitales completan la alegoría.

En la sala 17, la más grande de esta planta, destacamos varias obras: las piezas pictóricas “Murallas de Girona” de Modest Urgell, “Girona” de Santiago Rusiñol,” La siega” de Joaquim Vayreda y la escultura “Contra el invasor” de Miquel Blay. El gurú del modernismo Santiago Rusiñol, pintor de jardines y horas mágicas, hizo reiteradas estancias y paisajes de Gerona entre los años 1908 y 1920. De ello dan testimonio muchas anécdotas que todavía van de boca en boca y muchas pinturas con vistas de la ciudad, como el cuadro titulado “Girona”, donde la vemos desde el valle de Sant Daniel. En la obra, que representa un cielo de tarde, destaca el inconfundible campanario de Sant Feliu perfectamente alineado con los dos cipreses de la derecha. Los colores, más contrastados, son resultado del sol cayendo, momento que se conoce como hora encantada o mágica.

Modest Urgell es uno de los pintores catalanes más destacados de finales del siglo XIX, también es un autor inclasificable puesto que los expertos del arte no saben si añadirle a la lista de los últimos románticos o a la de los primeros simbolistas. Este artista vivió en Gerona al inicio de su carrera, por lo que años después, debido al recuerdo que había permanecido en él la Guerra del Francés, pintó el cuadro “Murallas de Girona”, el cual fue presentado en 1880 a la Academia de Bellas artes de esta ciudad. El cuadro está vacío de personajes, pero cargado de simbología que evoca la derrota de Girona ante las tropas napoleónicas en el año 1809. Al fondo vemos la silueta de la ciudad envuelta en una atmosfera tenue, más cerca crece un laurel junto a la muralla y en primer término vemos un águila con vuelo rasante, ambos son símbolos de la victoria moral de los gerundenses sobre el imperialismo.

Por su parte “La siega” de Joaquim Vayreda constituye todo un fragmento de la naturaleza domesticada en la que la cosecha ha llegado en buen estado y las segadoras atan las gavillas. El protagonista indiscutible de la obra es el paisaje en el cual todos los elementos se encuentran unidos con gran armonía: las segadoras, la cosecha, el prado, la montaña, el cielo, etc. Si nos acercamos más podremos comprobar que la pincelada avanza hacia el impresionismo. Las dos grandes influencias de Vayreda fueron su maestro, Ramón Martí Alsina (padre del paisajismo catalán), y los pintores de la escuela plenairista francesa de Barbizon. Con ese currículum no es de extrañar que fue uno de los fundadores en 1869 del centro de enseñanza artística de donde surgieron diferentes pintores que conformaron la denominada Escuela paisajística de Olot. Es obvio que sin la irrupción en el mercado del tubo de pintura al óleo estos artistas no hubieran sido tan fructíferos, debido a la facilidad de pintar sus obras justo delante del paisaje representado, aunque eso no significa que se terminaran completamente al aire libre, se podían esbozar y después terminarse en el taller.

La escultura “Contra el invasor” fue modelado en yeso por Miquel Blay en París, donde estudiaba becado por la Diputación de Gerona, a cambio de la cual, el artista debía presentar cada final de curso un ejercicio, pues bien, esta pieza es el del último año: 1891. Al estudiante se le exigieron dos requisitos difíciles de conseguir: la escultura debía ser de mármol y a tamaño natural. La Diputación finalmente fue compresiva cuando Blay presentó esta escultura en yeso, puesto que no calculó bien el tiempo que se necesitaba para realizarlo y el gran coste de una obra así con un material como el mármol. El escultor encontró inspiración en el David de Bernini para realizarlo, concibiéndolo como un símbolo del heroísmo de los gerundenses durante la invasión napoleónica, aunque es ya un icono de la resistencia de la ciudad en todos los tiempos. Tras continuar su formación en Roma, Miquel Blay realizó carrera profesional en Paris y en Madrid, consiguiendo que fuera reconocido internacionalmente como uno de los mejores escultores del modernismo.

Llegamos ya a la sala 18 donde destacamos dos cuadros: El Onyar en Girona de Mela Muter y Noche de luna en Girona de Prudenci Bertrana. Esta última obra fue pintada por aquél hacia 1913, pocos años después de consagrarse como escritor con su obra Josafat, narración inspirada en la catedral y concebida durante sus paseos nocturnos por el casco antiguo. El mismo Bertrana, que se había descrito a sí mismo como alguien que recorría el rio Oñar buscando un buen encuadre, no solo lo encontró, sino que además consiguió acercarse al ideal modernista de artista total. Este artista donó el cuadro a la ciudad, tras irse de ella para instalarse en Barcelona para dejar de lado durante un largo tiempo su faceta de pintor para centrarse en la escritura.

Maria Mélania Mutermilch, conocida como simplemente Mela Muter, fue una de las primeras mujeres pintoras de Polonia. Se convirtió en una de las figuras destacada de las vanguardias de los años veinte y treinta del siglo XX. Ella residía desde 1901 en París, pero en 1914 fue invitada para exponer sus obras en la sala Atenea de Gerona, estancia durante la cual pintó el cuadro “El Onyar en Girona”. En esa obra se nos ofrece una vista que se puede calificar de insólita, ya que a pesar de que la pintora tenía la intención de pintar un paisaje utilizó un lienzo cuadrado, al contrario de lo que cabría esperar. Cualquiera que fuese la razón por la que eligió este formato, está claro que influyó en el resultado final que hoy vemos: sin horizontes y con pocos volúmenes, las masas de color y las formas compartimentadas roban protagonismo al tema, es decir, Muter estaba explorando el postimpresionismo.

La visita al museo se completa en la planta 5 donde tiene lugar diferentes exposiciones temporales, de hecho, en la planta 2 también posee otras salas, enmarcadas bajo la denominación de Ámbito, que también acogen exposiciones temporales, además de salas temáticas. Durante nuestra visita pudimos disfrutar de una exhibición temporal en la planta 5 dedicado al artista Palau Ferré. El dibujo fue una de las grandes pasiones de este artista, aunque también destaca en la escultura y en la cerámica. Dibuja figuras pensativas, a menudo acompañadas de frutas o flores, así como parejas enamoradas. Para ello se sirve de ceras, tintas chinas o pintura al óleo. Ferré fue, en la década de los ochenta y noventa del siglo XX, simplificando progresivamente las líneas de sus dibujos, hasta hacerlos con un solo trazo.

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